17 mayo, 2005

Instrucciones para desatascar una cebra de un pararrayos

La persona por la que había creído estar a punto de sacrificar mi existencia a bordo de ese boeing, Martin K. Flick, un hijo único de Hampshire de 47 años, licenciado en filosofía por la London University, soltero, aficionado al coleccionismo de frascos de jabón sustraídos de hoteles y guardián de un antojo en forma de pera invertida en la base del plexo solar como único rasgo físico que reseñar, había protagonizado uno de los fenómenos literarios más extravagantes e inverosímiles del que jamás haya tenido constancia el ser humano. Cuenta la leyenda que con nueve años se perdió en el transcurso de una excursión escolar y estuvo errando por el bosque durante once horas hasta que la linterna de un profesor descubrió su tiritante cuerpo encogido en posición fetal a los pies de un abeto. A escasos metros yacía un medallón de hierro del diámetro de un posavasos con la inscripción latina “Nil transit gloria” para el que nunca se pudo encontrar una explicación. Flick permaneció 37 días sin decir esta boca es mía. Su apetito, por lo general voraz hasta el extremo de haber disparado las alarmas del endocrino, se redujo al de un gorrión deprimido. Ni siquiera los desesperados lametazos de su perro Bunky, las nuevas entregas de su admirado héroe de tebeo Haussenteuer –un saltador de pértiga albino que, al caer la noche, utilizaba tan atlética herramienta para alcanzar azoteas desde las que su visión prodigiosa, fruto de la mordedura de un lince mutante durante un picnic dominical, detectaba altercados domésticos y actividades delictivas a las que ponía fin recurriendo, cómo no, a esa asombrosamente elástica y absolutamente irrompible vara, resultado de una alineación pseudomágica que él mismo había descubierto por accidente durante los experimentos científicos que llevaba a cabo en el sótano secreto que tenía en casa de su tío Benny, un seboso y tuerto reparador de aires acondicionados a domicilio al que no tragaba- ni los canelones rellenos de calamar que su sufriente madre tuvo a bien adelantar medio año a la tradicional comida navideña consiguieron sacarle de un incólume estupor, a medio camino entre la cara de ausencia que ponemos delante de un interlocutor al que no escuchamos en beneficio de nuestros propios pensamientos y la cara de tonto que se nos pone al llevar más de quince minutos esperando a alguien de pie y con frío.
El doctor Harold Gruber del St Martin´s Hospital de Sheffield diagnosticó un caso flagrante de shock postraumático y vaticinó una lenta pero progresiva recuperación, si bien la velocidad supersónica con la que emitió su juicio restaría validez al mismo, dado que su urgencia radicaría en la inminente perspectiva de citarse de forma furtiva con la enfermera Rose Buchan en el cercano pub irlandés Mighty O´ Shea. Sin embargo, no dio tiempo a una segunda opinión, puesto que en la mañana del 16 de junio de 1966, Flick bajó a desayunar como todos los días, pero al contrario que en los 36 anteriores no se limitó a sentarse, colocarse la servilleta de lino en la falda y esperar en insondable silencio a que su madre le sirviera una taza de leche con cereales sino que, en el instante preciso en que ésta cubría los 127 centímetros que separaban la encimera de la cocina de la mesa de cedro que acogía todas y cada una de las ingestiones de su familia portando el suministro calórico que debía asegurar a su retoño la reserva de combustible básico para cumplir con sus necesidades piscomotrices hasta las 14 horas, sus cuerdas vocales volvieron a la vida con el simplón comentario "algo le pasa a la cisterna del lavabo", cotidiana, intrascendente e informativa emisión fonética que puesta en contexto resultó obviamente milagrosa y que provocó la esperable caída libre del recipiente con la consiguiente emulsión lechosa bañada de tropezones desparrámandose con alegría por las baldosas. Repuesta del susto tras frotar sus fosas nasales con un algodoncito empapado en colonia que le restituyó a las mejillas su tono sonrosado si bien con un plus diamétrico a resultas de la alegría, su madre intentó de forma infructuosa extraer una explicación lógica, o cuanto menos razonable o que entrara dentro de lo que se considera de este mundo, de los labios de su revivido hijo, pero no hubo forma. Flick parecía haber atravesado ese paréntesis catatónico como un profundo coma del que hubiera despertado con el disco duro borrado, como un viaje astral experimentado sólo por su masa y del que no tuviera noticia su espíritu. El reloj mental de Flick se había detenido al inicio de la excursión escolar y reemprendido la marcha frente al plato de cereales de esa mañana de resurrección, todo lo acontecido entre medio era una película fotográfica velada, el agujero del donut.
lozzy