19 julio, 2005

Cuando vuelvas a mi lado


Plantón frente a la puerta de llegadas de la Terminal B del aeropuerto del Prat un mediodía de sábado. Lo que debería ser un incordio deviene enseguida una experiencia tan entretenida como activadora del riego pensante. Una representación bullanguera y en chancletas de la ONU se funde en una catarata de emociones a base de achuchones, abrazos de oso, lagrimeo histérico, besos húmedos, fervorosos apretones de mano… Apenas soportamos al prójimo, pero no hay nada como apartarlo de nuestro lado muchos kilómetros durante un número considerable de días para provocar un reverdecimiento del cariño. Esta paradoja la personifica una argentina que procura una alegría desbordante a su reencontrada compatriota asegurándole que le ha traído el vídeo (pronunciado con acento en la “e”) de la boda que se perdió. ¿A alguien en su sano juicio, no alterado por los efectos perturbadores de la morriña sumado a un noqueante jet lag, podría encendérsele el rostro con ilusión genuina ante tan abominable propuesta? Igualmente, una madre de look carrinclón recorre embelesada con los dedos el corte de pelo rasta y los piercings con que su retoño ha decidido arruinarse la cabeza. Si lo hace en casa, lo pone un mes a pan y agua, pero la distancia ablanda el juicio y la veo poner cara de sorpresa agradecida. Una pareja gay holandesa hace de sus respectivos labios un imán que succionaría un portaaviones a 10.00 kilómetros, unos novios alemanes parecen querer partirse mutuamente las espaldas. ¿Durará la tregua hasta la cola de los taxis o se aplazará hasta después de la siesta? Qué bonito es viajar, sí, te da mundología pero, sobre todo, aumenta tu caché sentimental sin necesidad de soportar villancicos ni de estar dos metros bajo tierra.