12 julio, 2005

El tesoro de Jean

“Se peinaba a lo garçon, la viajera que quiso enseñarme a besar en la gare d’Austerlitz”, decía Sabina. Algún colega canguro se lo hubiera permitido, solo por la forma de sus cabellos. Y yo también, si se pareciera a Jean Seberg. Sí, quizá os invada una sensación de déjà vu canguril, pero yo no quiero hablar del pelo de la adorable Seberg, sino de su transformación en traidora femme fatale en mi recién descubierta “Al final de la escapada”.

Sé que voy con cierto retraso en algunos disfrutes imprescindibles: descubrí la grandeza de Paolo Conte años después de engancharme a la banda sonora de “French Kiss”, donde brillaba su “Via con me”. No cené en un japonés hasta que alguien a quien hace mucho que no veo me propuso probar el sashimi y el sake. Y mi afición a la lectura empieza a despertar, temo que testimonial y veraniegamente, tras algunos merecidos ataques a mi vagancia.

Esa pereza (y mi adicción a cierta televisión: ¿habéis visto “Perdidos”? ¿Y “Nip/Tuck”? ¿Y “Urgencias”? ¿Y...?) es la que frecuentemente me impide intentarlo con Kiarostami, Bergman o Godard. Pero a veces uno rompe sus propias barreras y con “Al final de la escapada” ha valido la pena. Godard nos cuenta una eterna historia de amor fou, de hombres que ponen su vida en manos de la mujer que aman, mal negocio. Y, de paso, se inventa la Nouvelle Vague. Cierto que esa anarquía formal puede resultar irritante, pero el contraste entre el adorable físico de Jean Seberg y la innata y malévola peligrosidad de su personaje puede con todo.

El Michel de Belmondo es un asesino, un ladrón, un indeseable, y ella cumple con su cometido de buena ciudadana denunciándole. Pero el Michel de Belmondo es un hombre enamorado hasta los huesos, que no duda en poner su vida entera en manos de una americana que se acuesta con su jefe a cambio de poder publicar unos articulillos en un prestigioso periódico. El Michel de Belmondo escogería la nada al dolor, porque él solo se permite optar entre el todo o la nada. Cuando descubre la traición de Patricia/Seberg pierde todas sus ganas de seguir adelante. Y elige, por supuesto, la nada.

El Michel de Belmondo, como mi colega canguro, como Godard, se dejó seducir por el rostro angelical y el pelo a lo garçon de la viajera que quiso enseñarle a besar... Yo también caí preso de su encanto, lo confieso. Qué le vamos a hacer si nos van las femmes fatales...


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PD: En breve lapso de tiempo recupero por fin (y sin asomo de esa pereza antes reseñada) “El tesoro de Sierra Madre”. Menudo peliculón, merece una entrada aparte.