18 agosto, 2005

Chinito yo, ¿chinito tú?


Sólo un consejo repelente recién aterrizado de China y con el jet lag ejerciendo de perro lazarillo: robadle a vuestros padres, sacadle los ahorros de toda una vida a los abuelos, esquilmad a los turistas que nos asaltan estos días, hipotecad la casa y el perro, atracad un banco, vended vuestros cuerpos al mejor postor, traficad con caviar iraní, estafad con negocios irrastreables vía internet, falsificad tarjetas de crédito, estaros de comer un año entero... hacéroslo como queráis pero intentad visitar Hong Kong. Ciudad alucinante, dividida, por gentilteza de un ferry vetusto y renqueante, en una isla en la que te encuentras con un pequeño Manhattan recorrido por añejos tranvías lentos como unas palabras dulces que nunca te van a decir y flanqueado por calles empinadas donde te venden aletas de tiburón o remedios medicinales que tan pronto curan un catarro como potencian el vigor sexual, y en una península (Kowloon) donde de día el incienso invade los templos y de noche el neón te asalta la retina, donde de noche y de día todo el mundo se empecina en venderte un Rolex falso como una moneda cuadrada y dos personas podéis comer por cuatro euros en el andrajoso comedor de un mercadillo en el que la mitad de los platos te revuelven el estómago apenas mirarlos. Si algún día desaparezco, dudo que nadie me busque, pero HK sería un buen lugar donde comenzar a hacerlo.