11 abril, 2006

Me gustaría hablar de cómo el cognitivismo clásico ha quedado en entredicho desde el momento en que la neurociencia ha postulado que nuestros sentidos captan las señales del exterior no de forma sincrónica sino con un ligero retraso -de forma que vivimos constantemente en el pasado, es un dato asombroso que me tiene anonadado, no paro de darle vueltas al hecho de que nunca podremos conjugar presente y realidad en nuestras vidas- pero para comunicarme con el resto debo plegarme a emitir un pronóstico sobre el resultado de la final copera o a la idoneidad de la primavera para captar tridimensionalmente los encantos mamarios. O voy a una boda en la que los novios regalan un CD en el que Céline Dion es quien emite las notas de más bajo contenido en glucosa y la gente va comentando las maravillas de esa selección. Fue Kant quien comentó en "Crítica de la razón pura" que al ser humano le falta la teoría más acuciante sobre su condición, a saber, por qué se empecina en plantearse preguntas que no tienen respuesta posible, de forma que no me interrogaré sobre el motivo de que ocurran este tipo de cosas. Pero, contra la sospecha general, sí dejaré claro que uno no es menos feliz por tener la tentación de planteárselo.