01 diciembre, 2006

Ling-Che


La canción hablaba de Ling-Che, un oso panda del Yunan, el primer animal en ser lanzado en órbita alrededor de la Tierra, sólo que en una misión china de tan alto secreto que a su nombre se le había negado la entrada en la posteridad. Desde el momento del despegue hasta sus últimos instantes de vida, antes pues de volatilizarse en una deslumbrante bola de fuego azul, Ling-Che alternaba la narración de su odisea espacial con dar cuenta de su vida en nuestro planeta. Por el ventanuco de su infantilizada cápsula voladora, va contando las estrellas una a una hasta cansarse, se pregunta si ahí afuera reina el silencio o los planetas emiten música para comunicarse entre ellos, y llega a tener una alucinación en la que unas jugosas cañas de bambú ejecutan una sinuosa danza delante de sus ojos. Sobre la negrura exterior se recortan recuerdos felices, quedan sobreimpresionados fugazmente momentos que le traen una sonrisa beatífica a los labios. El oso panda sabe que jamás regresará entre los suyos, pero la paz sobrecogedora que le transmite estar a miles de kilómetros de los bosques en los que ha crecido, la trascendencia que emana de ese trayecto ingrávido por el esófago de Dios, le impiden compadecerse de sí mismo. En el momento en que la temperatura en el interior de la nave comienza a hacerse insoportable, se cruza de brazos y se pone a repetir el edulcorado estribillo, su voz va apagándose en sintonía con la progresiva pero antiagónica evaporación de todo su ser. Reducida a polvo de estrellas, la nave de Ling-Che seguirá navegando a ciegas durante toda la eternidad, añadiendo su tonadilla a la sinfonía insonora del cosmos.