18 diciembre, 2006

Para mí la Navidad es una fotografía en la que pongo cara de asombro sentado en la falda de un Rey Gaspar al que el Corte Inglés debía pagarle cuatro perras por sostener una cara de interés después de escuchar setecientas veces la palabra "bicicleta" bajo un frío que pelaba. Debe ser triste ejercer de rey de Oriente por poco más que un vale de descuento en la planta de caballeros de unos grandes almacenes, pero también hay cosas mucho peores. Volviendo a la foto, lo más bonito de ella es que sintetiza el vínculo que me une a mis cuatro primas, representado por un jersey grueso de lana con botones dorados de nácar. Como somos de edades escalonadas, nos íbamos pasando la prenda que había tejido nuestra abuela con infinito cariño, costumbre que yo aborrecía por cuestiones cutáneas (aún hoy me pica una barbaridad la lana, mi piel es tan sensible como mi alma) y ellas, siempre más juiciosas y presumidas, por razones estéticas. De año en año, de foto en foto, el jersey se iba acomodando con mayor o menor gracia a nuestros tiernos cuerpecitos como una herencia maldita que se saltaba una generación y se bastaba por sí sola para descuartizar el espíritu navideño. Mi abuela ya no está, aquellos monarcas de pega se jubilaron y se acabaron los jerseys de lana. Sigue la Navidad, quedan las fotos y los primos tenemos salud. 3 a 3. Aleluya. Felices fiestas a todos.