06 febrero, 2007

Aceleración

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Eran altas horas de la madrugada. En su compañía el tiempo se aceleraba de una forma apabullante, mirabas el reloj y eran las doce, lo volvías a mirar al cabo de un instante y eran las 2:15. Nunca lo comprobé, por ejemplo lanzando una manzana al suelo, pero en aquella casa la velocidad de aceleración de los elementos seguramente era superior a 9,8 metros por segundo. Por lo menos era de 23, 6 metros por segundo. Si siendo todavía un adolescente te quedabas lo que te parecería una corta temporada, no sería raro que al salir te miraras al espejo y descubrieras de forma furtiva en un escaparate que peinabas las primeras canas o, al ir a pagar un café, te reprobaran que les estabas pagando con una moneda ya retirada de la circulación. Quizás las aparatosas grietas entre las extrañas baldosas cuneiformes de su minúsculo baño tenían la facultad de comerse los segundos a paso ligero o la exprimidora que utilizaba a diario absorbía como una posesa minutos a la par que gajos de fruta y luego los escupía como una metralleta cuando sentía mi presencia. No sé. En cualquier caso, un fenómeno digno de ser sometido a los rigores del análisis científico.
Además, entre aquellas cuatro paredes abundaban dos objetos: lámparas -de los más variados colores y tamaños, pero unidas por una particulariedad común, todas tenían pantallas anaranjadas y translúcidas que bañaban las paredes blancas con un resplandor que uno esperaría de un fuego agonizante, que se resistiera inútilmente mas lleno de dignidad a su inminente extinción- y las típicas cajitas nacaradas donde una persona mayor atesoraría sus pastillas contra la hipertensión -estas, en cambio, eran todas el mismo modelo, de un granate subido con un punto negro en el medio-. Aproveché que se excusó un rato para darse una ducha de cara a husmear una vez más entre sus libros. El lomo lila de uno en el que hasta entonces no había reparado me llamó poderosamente la atención. Estaba forrado en un papel brillante que parecía de regalo, lo cual chocaba con la gravedad intelectual de su contenido, pues se trataba de un ejemplar de "Investigación sobre los principios de la moral" de David Hume. Como de costumbre, abrí al azar una página para que me lanzara un mensaje cifrado que me guiara entre la colosal confusión que dominaba por entonces mis días. Y decía así:

"Vamos a suponer que entramos en una vivienda cómoda, cálida y bien diseñada. Sólo con mirar en derredor recibimos necesariamente un placer, porque lo que vemos nos comunica ideas de paz, satisfacción y alegría. Aparece entonces el señor de la casa, hombre hospitalario, servicial y bondadoso. Sin duda, esta circunstancia embellecerá el conjunto; y no podemos dejar de pensar con agrado en la satisfacción que todos recibirán del trato con este hombre, y de sus buenos oficios".

Cerré el libro. Reconfortado, calmado, satisfecho. Tras comprobar que el agua de la ducha seguía corriendo, cogí uno de esos estuches y lo coloqué dentro de la lámpara. Con el armónico rumor de las palabras de Hume todavía masajeándome los oídos, miré la imagen que proyectó su punto en la pared fosforescente. Era tan bonita que por un momento me sentí inmensamente feliz. Y por fin entendí cómo se aceleraba el tiempo en aquella vivienda cómoda, cálida y bien diseñada.