28 mayo, 2007

El viernes por la tarde, al salir del metro de Joanic, vi unas gotas de sangre sobre la acera. A la izquierda había un chico en el suelo, muy pálido, y alguien le apretaba un pañuelo ensangrentado en el brazo, que tenía en alto. Una chica, a dos pasos de la salida del metro, señalaba un cuchillo de cocina que se había quedado entre las ruedas de su bicicleta, sobre la acera. Unos metros más allá, dos personas practicaban una maniobra de reanimación a un hombre de unos 50 años que estaba tendido en el suelo, cubierto de sangre.

No habían llegado las ambulancias. De hecho, alguien estaba todavía recordando que había que llamar a las ambulancias. Era el instante de silencio entre el hecho extraordinario y las sirenas. No sabía que existiera ese silencio. Me impresionó. Estábamos todos quietos, deambulando a varios pasos de los heridos, como si nos faltara el cordón policial que nos obligara a apartarnos del todo, inútiles pero curiosos.

Llegó un solitario mosso d’Esquadra, un chavalín que se puso un poco frenético al ver el panorama. Había un niño dando patadas al cuchillo y la gente empezaba a arremolinarse en los balcones. Pero aún no había sirenas. El mosso pidió a gritos que se acercara algún médico o enfermera y nos rogó que nos apartáramos del cuchillo. Tengo la sensación de que la ambulancia aún tardó varios minutos y, entretanto, los que estábamos por ahí comentábamos la jugada, como si fuera una peli.

Llamé a la agencia, les expliqué lo que estaba pasando. Increíblemente, decidí ir al supermercado (visto el perspectiva, me parece hasta de mal gusto). Ya habían llegado las ambulancias, aunque había poco que hacer por el dueño del bar. Empezaban a surgir los primeros bulos entre el público espectador. Estaban colocando el cordón policial.

Fui a dejar la compra a casa y volví a bajar. Llegaban los primeros compañeros y confieso que sentí una malsana satisfacción al ver que le había estropeado la cena al redactor de sucesos de cierto periódico. Pero parecían contentos. Los periodistas nunca llegan tan pronto al lugar de los hechos. Casi siempre tenemos que conformarnos con los vecinos, que lo que no saben se lo inventan.

Esta mañana, para recuperar el tema, he llamado al dueño del mítico restaurante Alaska, donde el asesino estuvo trabajando el jueves y el viernes, hasta que le echaron al comprobar que no sabía ni hacer un bocata de bacon. Está justo en la esquina de mi calle. El hombre es una mina, me ha explicado que cuando echaron al futuro asesino, una trabajadora le tuvo que recordar que se dejaba sus cuchillos. Los que utilizó para matar al otro un par de horas después, concretamente.

Me pasé la noche dándole vueltas a la escena. Es un suceso corriente, hay uno parecido todas las semanas. Pero visto tan de cerca da vértigo. No hubiera querido verlo tan de cerca.