13 junio, 2007

"El 8º enanito". Capítulo 16.

El 8º enanito corre por su vida por un pasillo tenuemente iluminado por focos azules de bajo consumo en forma de estrellas de cinco puntas. Parece estar atravesando una pista de aterrizaje abandonada y clandestina, diseñada para artefactos voladores de naturaleza extraterrestre de elefantiásicas dimensiones. No ve salida alguna, sólo una secuencia vertiginosa de puntos luminiscentes que, en un epiléptico efecto óptico, simulan converger en un horizonte remoto, crepitando en una hoguera de saltarinas monedas de oro chispeantes. De repente destecta una minúscula rejilla metálica adherida a los bajos de una de las paredes, ¿un posible conducto de ventilación?, y se cuela por escasos centímetros entre sus barrotes. Con la respiración entrecortada y sus tupidas cejas imposibilitadas para servir de cortafuegos al sudor extrafrío que le baja en remolinos furiosos por la frente, relee hasta cuatro veces el texto entrecortado y enigmático del difunto enanito. Capta la alerta que lleva implícita, pero le faltan los conectores que desfloren el sentido último. Es como tener la receta del tiramisú (su postre favorito) más exquisitamente esponjoso que haya desgustado jamás Dos Palmos y faltarle el ingrediente secreto, el toque mágico, porque un accidental borrón de tinta lo ha desbaratado. Un nuevo rugido escalofriante diseca todos sus miembros. Afortunadamente, un recuerdo viene en su ayuda, sorteando cuantas dificultades salen a su encuentro, galopando por encima de estratos de tiempo, abriéndose camino por capas y más capas cerebrales, macheteando el miedo con una sonrisa de éxtasis en los labios.