20 junio, 2007

Lo que vale un peine

Esta mañana, mientras esperaba mi turno para saldar sangrantes cuentas con Hacienda en una oficina del Deutsche Bank, he reparado en un cartel que publicitaba inversiones. En primer plano, un maduro muy atractivo, al que se le intuía un tren de vida de alta velocidad, tenía la vista perdida tras los cristales mientras su presunta esposa, una figura borrosa a sus espaldas con jersey blanco a juego, pelaba alimentos. La banca se confirma como el sector más afin a la sociedad del progreso: al hombre, los asuntos de dinero, a la mujer, la preparación de la comida.
Horas después, mientras aguardaba en la cola de la caja del supermercado a que me llegara el turno de abonar mi Font Vella, al caballero que tenía delante se le ha caído un peine de bolsillo al suelo. No se ha dado cuenta de su pérdida y yo, tras cerciorarme de que el individuo lucía una calvície inmaculada y brillante, me he sentido paralizado, incapaz de recogerlo y entregárselo por miedo a que se sintiera ridiculizado. Ya dicen que la ocasión la pintan calva. Ahora me pregunto si mi omisión de socorro puede verse también como un acto retrógrado, la consideración de que un páramo capilar puede ser motivo de vergüenza. El pecado de alguien que nunca ha sabido lo que vale un peine. El hecho de que el modelo del anuncio, representante de una clase acomodada y con la astucia suficiente para saber invertir y, sobre todo, para dejar a su señora al cargo de los fogones, luciera una semicalvície redobla mi sentido de la culpabilidad.