14 noviembre, 2007

"El 8º enanito". Capítulo 24.

Hacía mucho tiempo, cuando el 8º enanito era niño, al regresar un día corriente de la escuela con sus siete hermanos, experimentó un repentino ataque de fiebre que le impidió salir a jugar con ellos a la petanca enana o a fabricar tampas para comadrejas. Sus trabajadores padres llegaban a última hora de la tarde a casa por lo que se encontó por completo a sus anchas. Un sueño. Sobreponiéndose a los mareos y a la fatiga que le conminaban a guardar cama, decidió que era la ocasión que llevaba meses esperando y se dirigió al área restringida por excelencia: el despacho de su madre. De los cuatro cajones que conformaban el secretaire, sólo uno estaba cerrado con llave. El motivo lo tenía obsesionado, la curiosidad era capaz de desvelarlo. Conocía el escondrijo secreto de la llave: la zapatilla izquierda de felpa que su madre guardaba dentro del armario del cuarto de la plancha. Aprovechó la soledad que lo circundaba para cogerla y utilizarla. Abrió el cajón con el pulso del que teme que cualquier gesto brusco active una bomba devastadora. El interior del mismo contenía un irreconocible objeto envuelto en una toalla. La retiró con las palpitaciones del corazón resonándole en los tímpanos igual que una batería fuera de control. Descubrió un espejo de color amarillo. Pero en cuanto se asomó en busca de su reflejo se llevó un susto de muerte. Apenas entrevió una cara deformada y monstruosa, pero fue suficiente para saturar cada poro de su piel con hielo compacto. Recolocó de nuevo la toalla sobre el espejo, cerró el cajón con llave y corrió despavorido a resituir esta. Olvidada la fiebre, voló al encuentro protector de sus hermanos. Mientras sus pies a duras tocaban el suelo, su cabeza fue echando paletadas de tierra sobre esa imagen pavorosa, enterrándola en lo más profundo de su conciencia hasta que impactó contra las abisales aguas negras del pozo durmiente del olvido. (Continuará...).