13 febrero, 2008

"El 8º enanito". Capítulo 29.

"Mucho, muchísimo, una barbaridad de tiempo atrás yo vivía en una remota y modesta parcela en el bosque de la que nunca salía. Pasaba los días recolectando y comiendo peras, bañándome en una charca, construyendo una máquina que tradujera los sonidos de la naturaleza en fonemas que pudiera comprender y durmiendo en una cueva con agua corriente y calefacción central. Disfrutaba de esta vida de ermitaño. No me metía con nadie y ningun alma venía a incordiarme. El único que me visitaba, muy de tanto en tanto, era Zacarías. Jugábamos al bádminton, bebíamos té verde e intercambiábamos anécdotas sobre nuestra juventud. Una mañana apareció bajo mi almohada un botón de plata con una nota que decía que algun día su destinatario aparecería en el corazón del bosque y que debía entregárselo. Nada más. Puesto que yo apenas me adentro en él, se lo entregué a Zacarías y le traspasé las instrucciones.
Al cabo de escasos días, mientras regresaba una tarde de mi hora semanal de footing, me vi atacado por sorpresa por una manada de enanitos en uniforme vermellón que me tendieron una trampa. Lo último que recuerdo es un número infinito de palillos afilados acercándose a una velocidad endemoniada a mi ojo. Fundido a negro. Al abrirlo de nuevo, lo primero que distinguí fue un tubo fluorescente colgando del techo. Me encontraba en una habitación subterránea y en penumbra donde reinaba un frío glaciar. Estaba atado de pies y manos a una camilla. En el suelo yacía algo del tamaño del estuche de mi lentilla que parecía moverse y que se resistía a adquirir forma ante mis humedecidos ojos. Cuando finalmente fui capaz de enfocarlo, vi que se trataba de un enanito víctima de unas convulsiones terribles. Me mareé, se me nubló la vista. Volví a caer en un sueño profundo del que no he salido hasta hoy. (Continuará...)