28 agosto, 2008

La ilusión que siente uno por explicar su viaje de verano nace de la presunción de que resulta imposible que el interlocutor no se contagie mínimamente del entusiasmo que nos provocó, de que con nuestro despliegue de fotos y anécdotas le permitiremos sumarse como secundario de excepción a una superproducción histórica. Craso error. Como ocurre con el visionado de álbumes de bodas o vídeos de comuniones,  a nadie le interesa un comino tu agosto -a menos, supongo, que hayas padecido alguna desgracia-y para la mayoría seguramente encabezaría un listado de prácticas de tortura sin violencia. Por eso -y porque parece un ejercicio de presuntuosidad airear privilegiados momentos de ocio- me he limitado a colgar fotos de mi viaje por California, Nevada y Arizona.

Pero me puede la tentación de hacer una única recomendación: la sala pública de lectura de la Universidad de Berkeley, el ambiente más acogedor y mágico para leer que he visto en mi vida. Me gustaría que la urna de mis cenizas reposara algún día sobre una de sus estanterías.