09 septiembre, 2008

El pescadero manco

Creo que no os he contado la historia del pescadero manco.  Procede así: De niño pasaba muchos sábados por la mañana acompañando a mi abuela a diferentes recados, eso sí, tras desayunar una tapa de tortilla de patatas con un Cacaolat en  "El Cali", bar anticuadísimo regentado por Abel, un ser simiesco con un perenne palillo en la comisura de los labios, y pasear a la perra de turno (hubieron varias). Una de las paradas fijas por el barrio era en la pescadería "Salmerón". A mí ya de por sí me provocaba algo de repelús la visión de todos aquellos cádaveres de pescados mirándome con sus ojos vidriosos desde sus sepulcros de hielo picado y que emitían ese tufillo que te recordaba que vivías de la muerte ajena. Pero se daba el agravante que aquella pescadería en concreto la regentaba un matrimonio asimétrico (él achaparrado y sonrosado, ella larguilucha y de tonalidad nicotínica) a cuyo componente masculino le faltaba medio brazo. La visión de ese muñón ha quedado registrado en el banco de imágenes traumáticas más imborrables de mi infancia. Yo intentaba apartar la vista pero me atraía fatalmente, el morbo de lo mostrenco tiene algo muy sexual. Se ha de reconocer que el hombre demostraba una maña admirable en el manejo del cuchillo a una sola mano y además siempre estaba sonriendo (primer gran misterio: ¿cómo podía aquel hombre estar alegre con semejante desgracia?).

Lo más inmediato habría sido pensar que su carencia había sido fruto de un accidente que tuvo lugar antes de ser tan diestro con esos afiladísimos instrumentos, pero yo no podía quitarme de la cabeza que el responsable había sido un tiburón blanco. Cada vez que entraba en el establecimiento, miraba con aprensión ese brazo interrumpido  y me imaginaba a un gigantesco escualo abriendo las fauces para gozar de una merienda. Supongo que la explicación es tan sencilla como que relacionaba la especialidad profesional del mutilado con un verdugo en su misma línea de trabajo. De tratarse de un carnicero, su Moby Dick particular habría sido un león, en el caso de un floristero, una planta carnívora.
También recuerdo que un buen día dejé de verlo tras el mostrador de su negocio. Posiblemente se separara de la mujer y sería muy bonito cerrar diciendo que mi fantasiosa mente infantil se lo llevó a buscar venganza a los mares del Sur ahora que al fin dominaba el arte del cuchillo. La verdad es que, hasta el momento presente, lo olvidé con rapidez. Lo que no he podido borrar nunca es la merluza fresca que ese mismo sábado me cocinaba mi abuela a la hora de comer.