23 mayo, 2009

Punto de apoyo


Han transcurrido varios meses desde mi último post. El paréntesis ha permanecido abierto tanto tiempo que, si ya antes cada entrada era una piedra lanzada a un pozo muy profundo, cuyo impacto en el agua uno no tenía nada claro si haber oído o no, las que vendrán a partir de ahora se me antojan como gritos que uno emitiera delante de un espejo con la esperanza de que este le devolviera el eco. No importa. Es evidente que este canguro perezoso y tricéfalo nunca ha tenido como razón de ser que sus comunicados encuentren una audiencia. Uno de sus miembros está desaparecido, el otros es intermitente -aunque hay que agradecerle que por lo menos haya velado por las contantes vitales de este blog en la más absoluta soledad- y yo regreso tras una baja propia de una maternidad.

Escribo esto mientras el comandante del vuelo AY709 que cubre la ruta Helsinki-Barcelona comenta a la tripulación que estamos sobrevolando los Alpes. Uno de los motivos de mi desaparición  ha sido precisamente que, durante los últimos meses, al girar la cabeza me he encontrado con frecuencia mirando por una ventanilla a bancos de nubes, cadenas montañosas, formaciones geométricas de color verde y terroso... Berlín, Nueva York, Los Ángeles, Lisboa, Estocolmo, París, Helsinki. Parece como si la única manera de afrontar la multitud de cambios personales y profesionales que han salido a mi encuentro haya sido alejándome del escenario único donde aquellos han acontecido. Por el contrario, si vuelvo a sentirme un marsupial es porque dispongo de nuevo de lo esencial para rendirme al dictado de la gravedad, lo fundamental para anclarme una vez más a la tierra: una mesa de pino. Ahora entiendo que lo que necesitaba era ese punto de apoyo del que hablaba Arquímedes, en este caso una superficie lisa sobre la que proyectar mis ideas, a la que poder tocar para que su solidez me infunda seguridad, un mirador, una pista de despegue, un amarre, una plataforma. En esta mesa, desde la que paso a limpio este texto, que en parte actúa como fe de vida, todo se reinicia, es la bolsa marsupial capaz de contener cuanto pueda imaginar. 

Pd: Próxima entrega "Buscando un reno a medianoche".

04 mayo, 2009

Stalking Lorenzo

Hace muchos, muchos años alguien me regaló un libro de Lorenzo Silva. O me lo compré, vaya usted a saber. Creo que era “El alquimista impaciente”, premio Nadal 2000 y el segundo (en orden cronológico) de la serie de los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro. De ahí pasé a “El lejano país de los estanques” (el primero de la serie), “La flaqueza del bolchevique”, “El nombre de los nuestros” y “La niebla y la doncella” (tercero de la serie), “El déspota adolescente”, “Carta blanca”, “Nadie vale más que otro”, “Líneas de sombra” y, finalmente, “La reina sin espejo”, el cuarto y último (de momento) libro de la saga sobre la pareja de picoletos más concienzuda de España. Al llegar a “La reina sin espejo”, convertida ya en fan despendolada de Silva, un amigo canguro me ofreció la oportunidad de entrevistar a Silva para QL, ofrecimiento que aún no le he agradecido bastante y que me permitió tener ante mí, en carne y huesos, al mismísimo Lorenzo Silva, tan amable, decente y estupendo como yo lo imaginaba, y hasta un poquitín más guapo de lo que sugerían las fotos de solapa. Aquello, que yo interpreté como el mayor logro de mi carrera periodística (en realidad mi carrera periodística nunca apuntó demasiado alto), fue además el inicio de un particular caso de acoso sin querer. Porque ese día empecé a acosar al pobre Lorenzo Silva. Sin querer, insisto. Bueno, la segunda vez que le vi sí fue queriendo: le pedí que me firmara un libro en el siguiente Sant Jordi, cual fan común y corriente. Tuvo la amabilidad de reconocerme y de felicitarme por la entrevista (encantador, este hombre). Hasta me llevé a mi hermana, en plan acoso familiar. Mi pasión por su obra disminuyó luego un poco. También él bajó un poco el ritmo de publicación, diría.



Luego, hace como un año, volví a encontrármelo. Yo acompañaba, en plan mindundi de prensa, a un autor canadiense de visita en Madrid y él era uno de los invitados a una comida en su honor que tuvo lugar en un restaurante en el que mis tejanos deslucían muchísimo. Me dio vergüenza preguntarle si se acordaba de mí, así que me mimeticé con el mantel hasta los postres, en los que me atreví a sacar el tema. Y resulta que se acordaba, porque es muy majo. E imprudente. Unos meses después se celebró en Barcelona la concesión del premio de la editorial en la que trabajo/trabajaba (esa cuestión es algo confusa ahora mismo) y allí estaba él de nuevo. Menos esconderme tras una planta lo intenté todo para no encontrármelo y obligarle a ser amable, pero fallé: me vio, me saludó y hasta me reprochó que no hubiera ido a decirle algo. Yo me puse de color granate corporativo y acto seguido me fundí con el suelo. Pero lo mejor viene ahora: hace unas pocas semanas que sé que voy a trabajar en la editorial en la que publica Silva. Pura casualidad, lo juro. El día en que bajé a saludar a mis nuevos compañeros Silva estaba hablando con el editor. Al verle salir del despacho y en una nueva demostración de madurez, saludé vagamente al aire y luego me concentré en las manchas de la moqueta. El editor me comentó luego encantado que Silva le había dicho que me conocía. Y yo pensé: claro que me conoce. Está ahora mismo instalando alarmas en su casa de lo que me conoce. Soy su personal stalker. Por cierto, Lozzy, sigue en mi estante el marquito con la foto de Silva y Umberto Eco que me regalaste. Prepárese, señor Eco, lo próximo es que me den una beca para Bolonia.