03 agosto, 2009

The High Line


Junto a la costumbre del jubilado de observar las obras en la calle con la cara de circunspección que otros ponen frente a una obra de arte abstracto colgada de un museo, la práctica de  ver pasar los coches desde el puente elevado de una autopista o de una autovía siempre había estado fuera de mis márgenes de comprensión. Mi sospecha de que el problema radicaba en que estos márgenes resultaban lamentablemente estrechos y convencionales o, mejor expresado, de que me basta cambiar de contexto una experiencia anodina para que mi perfil snob se alboroce con lo que antes censuraba como una ridiculez supina, se me confirmó durante una visita a Nueva York, más concretamente durante un garbeo por el recientemente desprecintado primer tramo de un paseo elevado conocido como The High Line. A medio camino, me encontré con unos escalonados bancos de madera que desembocaban en un grueso cristal horizontal que creaba un efecto pecera en el que los vehículos cruzando la calle unos 10 0 15 metros por debajo hacían el papel de los peces. La constancia de su flujo, si bien con el ruido amortiguado, unido al punto de fuga que creaban las líneas proyectadas por la avenida y los edificios hacia el infinito generaron una capacidad hipnótica, de una belleza extrañamente serena si tenemos en cuenta que estábamos en medio de la ciudad, suspendidos en una bolsa tóxica por la  destilación fraccionada de crudo salida del asfalto y por el monóxido de carbono emitido por los tubos de escape de los vehículos, y rodeados de enormes masas de acero y hierro.