25 octubre, 2010


"Lo más cerca que había estado Sarah de la verdadera felicidad había sido estando sola: nadando en la piscina cubierta antes de ir a trabajar. Siempre le había gustado el silencio de primera hora de la mañana, el nítido olor del cloro, las altas vidrieras de colores que, durante el verano, filtraban la luz como a través de un tarro de miel. A veces, cuando era la primera en llegar, el rectángulo de agua intacta brillaba con la firmeza y el resplandor del cobre. Disfrutaba del compañerismo que compartía con los otros nadadores -todos nadadores serios a aquella hora-, la sensación de estar sola, libre de los compromisos impuestos por la interacción humana, pero a la vez formando parte de ellos; el solo hecho de estar allí era prueba de su pertenencia. Allí se sentía aceptada. le gustaba quedarse en los trampolines de salida, con la carne de gallina, decidiéndose, y luego la irreversible zambullida en el agua fría, la súbita mutación que le hacía experimentar en la piel: mojada, fría, el pelo mojado también, y no había más alternativa que nadar para entrar en calor. Nadaba largo tras largo: puro sonido y sentimiento, adaptando el ritmo de sus brazadas al de su respiración, sintiendo el flujo encadenado de aire que le recorría el cuerpo. Acomodándose ella misma en una especia de paz interior" (Fragmento del relato "Llamada de Teherán" de Nam Le)